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Recuperar la memoria antes de morir

-Don Alejandro, ya está la mesa. –dijo la ama de llaves- mientras que él observaba a su mujer dormir, en esa amplia alcoba, compuesta con telas egipcias, sabanas turcas y algunos jarrones rotos de la india, era dueño de las tierras, más hermosas y fructíferas del condado en norte América, el hombre de origen latinoamericano, con rasgos extranjeros, fielmente arraigado a sus costumbres, de esos hombres con un llamativo tono al hablar, parece que la tierra sostuviera lo que sus palabras reflejan sin dejarlas caer al pavimento; su mujer, era una trabajadora del campo, una simple amante de la literatura y el arte, entregada a su marido desde la primer beso que le dio, por eventos seriamente disipantes, profundamente dormida, como si nada alredor la hiciera despertar. -¿Recuerdas cuando nos conocimos?, estabas hecha un desastre de mujer, con tus harapos, y tu bulliciosa voz por todo el pueblo-Le dijo mientras besaba su mano. Ella aun parecía inmóvil, y el marcho de la habitación, su rostro no parecía triste, no parecía desconsolado, simplemente bajo las escaleras, con ese prepotente orgullo como cuando lo conocí. Muchos años atrás la joven esposa estaba sentada en una de los escalones de la iglesia, parecía alegre y llamativa, un poco adormecida por alguna clase de encanto, ella era esa clase de mujer que deja el arroz pa’l mar, un poco salado, áspero al intentar digerir; la última vez que lloro de impotencia, tenía una bola en la boca, dulce, chiclosa al masticar, exquisita al tener antojos de seguir pulcra y bien aseada, se quitaba los aretes al escribir las cartas, para aquellos que le dejaban saborear el placer de sonreír, dejaba que sus pechos penumbrosos bailaran sobre la carretera, sin tener la mínima idea, que se observaban desde los pisos más altos de la ciudad, su nombre era… realmente no recuerdo como se llamaba aquella mujer con aspecto italiano, provenía de las cordilleras de los Andes, por eso su aspecto tan envolvedor, su madre era otra clase de mujer con el arroz pa’l rio, un poco dulce, aceptable al masticar; tenía la manía de rascarse el cuerpo en cualquier lugar, las ideas desaforadas de su madre se enlazaban con el pensamiento de aquel joven, que le compraba las bolas chiclosas cada domingo. Movía bruscamente la nariz, de un lado al otro, vanidosa y firmemente entregada a la idea de que ese sería el hombre de la vida de su hija, ya que no era tan común encontrar a un hombre de ese aspecto por ese lado del mundo; la joven empezó a arreglarse, y sonreír con sus dientes llenos de esa goma de mascar, mientras que escuchaba los consejos de su madre, él poseía una mirada intrigante por aquella escuálida latina; las primeras veces que salieron, ella le dio idea de ser completamente diferente, no era normal esa personalidad, ella era alguien que lo dispuso a lanzar suspiros de ira, rabia, y enojo furtivo; pero se acostumbraba a la idea que ella sería la madre de sus hijos, la beso en la frente como acto de respeto, como si deseara nunca perder la memoria de esos recuerdos tan exquisitos, él supo lo frágil que era desde la cobertura de su pañuelo en la cabeza, hasta las vértebras deseosas de su columna; dio un giro de 180°, hasta balancearse a ese primer beso, desde ahí, selló lo que posiblemente sería, una escapatoria en la hora de los estudios de geografía para ir a atender a una mujer que exigía cuidado las 25 horas del día, desde que la italiana se fue, las ventas de gomas de mascar bajaron por tanto descuido, hasta que mamá muriese de una extraña enfermedad casi a los 200 años de edad; un viaje a lo largo del condado, en una pieza pequeña de la finca, donde ellos se calentaron toda la noche, apunta de gripes, tos y flema. Las noches seguían continuas y duras, hasta que la joven metió su mano fría, temblorosa bajo las sabanas de él, tocando su pecho, le susurro –estoy lista- en su afán el joven, se despojó de las sabanas y se balanceo otra vez sobre ella, en su desnudez, ella sorprendida le dijo –tengo las ganas, de empezar a trabajar- él muy apenado coloco su trasero redondo sobre las pajas donde dormía decepcionado por su impaciente deseo, y ella avergonzada con aquel espectro de su desnudez, se recostó sonrojada. A la mañana siguiente fueron a ver los valles juntos, con la explicación del porqué dormir desnudo y del porqué tocar el pecho de un simple forastero con el que emprendió un viaje a tierras remotas; -Don Alejandro, podría por favor besarme las vértebras- ella le susurro mientras se acercaba a su boca. Esa noche las gotas de la alberca bajaban despavoridas por su pecho, mientras solo se escuchaba el murmullo de la mariposa negra, a la desnudez de la luna, se complementaron en humedad, en gritos, en murmuro, en un despliegue derramado dentro de aquella mujer campestre. A la mañana siguiente emprendieron rumbo a estar juntos hasta el final de sus días o hasta que… una serie de eventos desafortunados sobre una colina, les hicieran perder a uno de los dos, la memoria. Años después las secuelas de aquel amor dejaron impregnados en ese hombre agridulce, una partida de varios, varios meses, por cuestiones de aprovechamiento de sus tierras, dejando a su mujer en las vísperas navideñas; En unos de esos días corrientes, la pasión de montar caballo fue lo que aseguraba mantener la serenidad y la calma, en esa soledad las lágrimas se las llevaba el viento, hasta congelarlas hirientes sobre la nieve en un sendero de una corrida apresurada, se desplomo, rompiendo como esos jarrones indios que trajeron con tanta delicadeza de aquel barco holandés. -¿Quién es usted?-se despertaba desesperada con el grito desgarrador, parecido cuando perdió su inocente sonrisa cambiándola por aquella sensual mirada que lo anonadaba, hasta que Don Alejandro, no volvió a besarle la mano, quizás la vejez soplo sus huesos, nadie lo sabría, porque ella perdió la memoria que lo mantenía vivo en los recuerdos. En una navidad, muchos vieron que se asomaba aquella mujer de cabello blanco, algo poco natural, tocando la ventana donde desgarro cada vidrio con la intensidad con la que él la hacía mujer por las noches y la envolvía como niña cada mañana, en una víspera, ella se acercó a la ventana susurrando Alejandro, cayo desplomada del peso de su desgastado cuerpo, mientras trajo todos sus recuerdos y lo vio al costado de la cama en milésimas de segundo, su único amor…Autor: Andrea s

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