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fétido olor de la tumba equivocada

Estaba al borde de la cama con el sentimiento fétido de indignación, sentí la mezcla de melancolía que no me dejaba dormir, haber llevado esas flores a la tumba equivocada me obligaba a cargar la culpa de haber robado varios racimos para mi amado hijo, Joaquín; esa noche sentí que algo se colgaba de mi pantalón roto y desgastado, solté un viento trasero mientras hurgaba mi oreja con una ramita de árbol, el olor del alcohol me bañaba por completo. Olvide que de camino al cementerio, hay una descuidada finca, casualmente recibe el nombre de Armazón, que representa un sepulcro, se levanta en los templos para celebrar los funerales por un difunto, los dueños de esta disfrutan de su ganancia, bajo el cautiverio de un encierro desdichado debido a grupos al margen de la ley. Ya estaba a punto de caer de la cama, cuando precise que algo olía a podrido, me levante a recoger los pescados que había capturado esa mañana, olas regocijadas en peces, con un calor infernal me prepare a guardar la colecta en una caja de icopor fino, escuche el vaivén de las olas que se resentían ante tanto silencio en mi habitación. Me habían observado, ese pensé, una descomunal mirada durante toda la maldita noche, tenía las pepas más incomodas que hubiese visto antes, tan blancas que parecían canicas pálidas en sabanas oscuras, sus ojos no parpadearon ni un solo momento, y su sonrisa estaba más blanca que la luna llena de la noche anterior, mientras que sus manos aumentaban por la luna roja, la sombra malévola decidió penetrarse por el borde de mi ventana hecha de tablitas viejas, lastimosamente la ventana estaba quebrada, por algún mocoso inquieto que jugaba con su pelota de béisbol firmada por algún deportista incrédulo, sin embargo eso permitía aumentar la ventilación en mi refugio, lejos del bullicio de los turistas intrigados en estas tierras paganas; cautivo de la paz, la soledad, el duelo de estar completamente dependiente de los peces, se acercaba la fecha de semana santa en el pueblo, así que decidí ganarme unos pesos de mas, para comprar flores decentes que salieran de mi bolsillo, de mi sudor, de mi esfuerzo. Fui a buscar un poco de agua para refrescar mi garganta, moje mi rostro, levante mi cabeza frente al espejo, donde aún ese rostro espeso, me miraba. Prendí unas cuantas velas, pero el viento soplo tan fuerte aquella noche por el patio, que termino por apagar todas las velas que resistían otros instantes más. Me acosté sin dejar de mirar ese rostro desabrido que se desaparecía por la ventana y volvía aparecer por los calados del costado del callejón. Cerré los ojos con tanta fuerza, que sentía que si no los habría el ataque de pánico sería más fuerte, y terminaría hundiéndomelos, hasta dejarme ciego, loco y sin memoria; aquella noche volví al cementerio, tratando de abrir con cautela la puerta, para que la figura tenebrosa no oyera mi escapada fortuita, quien me había dado la espalda minutos antes para toser en el callejón, desdichado con sus cabellos faltantes y su incurrida presencia que me desesperaban, pude ver algo de calvicie pero me apresure para huir de aquel incomodo momento, me apresure para que no me siguiera aquel desdichado; al llegar al camposanto, salte la baranda oxidada, apresure el paso, repartí incienso para espantar al perro del guardia nocturno, la había comprado esa misma mañana en la plazoleta del pueblo, para aportar algo al ritual en esa devota semana, devolviendo las flores robadas; saque el cuerpo de mi hijo que aún estaba tibio, hibrido, con olor intacto a vida; sentí los pasos del guardia, sentí la maquinadora mirada de aquel espíritu maldito. Con el cuerpo de mi desafortunado hijo, sentí que en cada paso, aumentaba el peso de mi pequeño Joaquín, en mis brazos se iba convirtiendo en hombre, yo aún más viejo. Entre a mi casucha con la esperanza de volver a darle vida a lo que hace más de 20 años se mantenía bajo tierra, me pose cerca de él, mientras la sombra recorría el callejón desesperado, intentando sonreír con más fuerza; ya pasada la mitad de la noche, tome el cuchillo que escondía debajo de la manta negra de la procesión pagana, con el que solía rebanar los peces, y me lo clave en lo más profundo, mientras me desparramaba sobre el piso de arena húmeda, mi cuerpo se desplomo cerca de la cama, donde por última vez admire el rostro de la temible presencia que dejo de sonreír, abrió su inmensa boca y me devoro de pies a cabeza, incline mi cuerpo para ojear a mi hijo, Joaquín abrió sus ojos, y se fue levantando de a poco, mientras que yo, ya había sido tragado por la tierra, seguramente más nadie sabrá de mí...Autor: Andrea s

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